La salpacia en Gaibiel.


La celebración popularmente conocida en Gaibiel como “la Salpacia” – o día de los mazos- es el sacramental que en el resto de la comunidad valenciana se denomina “Salpassa”. Éste acto se realizaba el Miércoles santo, comenzaba una vez concluida la Misa de las 9 de la mañana del y duraba aproximadamente unas tres horas.

Los niños, de vacaciones escolares por la Semana Santa, se iban concentrando en la Plza. Constitución desde el tercer toque de Misa. Acudían todos los niños del pueblo -sin excepción- desde que sabían andar hasta los trece o catorce años. Iban pertrechados con rudimentarias mazas de madera, improvisadas con patas de sillas viejas o garrotes en cuyo extremo se añadía un tarugo (solía hacérselo el padre o el abuelo). La tradición se transmitía así, de forma espontánea, por simple observación y participación desde muy pequeño.

Una vez concentrada la chiquillería aguardaban inquietos a que concluida la Misa, el campanario diese la señal de salida. Un toque simple de campanas avisaba a la feligresía del inicio del acto… Las mujeres abrían las puertas de sus casas y salían a esperar en la calle. Los hombres estaban en sus faenas del campo desde buena mañana y por tanto no participaban en el rito.

La ruidosa comitiva estaba integrada por el cura párroco, revestido con el roquete y estola y tocado con el bonete; acompañado de tres monaguillos que portaban uno la campanilla “de alzar a Dios”, otro con una cesta de mimbre, y otro con el hisopo y el acetre. Abriendo el tropel de la Salpacia iba un monaguillo (“sacristanillo”, dicen aquí) haciendo sonar la campanilla para advertir a las mujeres de la proximidad de la comitiva. Detrás del cura iba una legión de bulliciosos chiquillos (aproximadamente mas de medio centenar, que nos cuentan había en el pueblo entonces) y algunos adelantados que, atropellándose, iban gritando: ¡Que ya vienen, que ya vienen!

El itinerario del sacramental era idéntico todos los años, se iniciaba con la bendición de las tres casas de la Plaza Mayor y acometía la Calle mayor… para acabar recorriendo todas y cada una de las calles del pueblo. No había una casa habitada que no abriese sus puertas para participar del ritual. Se visitaba todos los domicilios de la población llevándoles la bendición divina, con el agua bendita como signo de protección que ahuyentaba los malos espíritus y protegía al hogar y sus moradores.

En la puerta de cada domicilio aguardaban las mujeres de la casa: la madre, la abuela y las niñas. Saludaban al sacerdote besándole la mano y se arrodillaban en el umbral de la puerta (o “mimbral” como se dice en Gaibiel) mirando hacia la calle. El cura iniciaba el ritual deseando la paz a la casa y a todos sus moradores con estas palabras rituales: Pax huic domui et ómnibus habitantibus in ea. Acto seguido pronunciaba la fórmula latina de bendición del hogar: “Bene dic, Domine, Deus omnipotens, Domum Istam: ut sit in ea Sanitas, castitas, humilitas, bonitas, et mansuetudo, plenitudo legis et gratiarum actio. Deo Patri et Filio et Spiritui Sancto. Et haec benedictio maneat super hanc domum et super habitantes in ea, nunc et in omnia saecula saeculorum”. Respondían todos: Amen.
Concluidas estas palabras y el gesto de bendecir, rociaba con agua bendita -a tres golpes de hisopo- el interior de la casa desde el umbral. Entre tanto, siempre alguna abuela decía: “niña abre bien la puerta que entre hasta el fondo la bendición”. Los minutos que duraba el rito se guardaba un respetuoso silencio; pero apenas había concluido los niños montaban un verdadero guirigay cantando a gritos la siguiente coplilla:

Ángeles somos,
Del cielo venimos.
Cestas traemos,
Huevos y dineros…
Todo lo tomaremos
Menos huevos empollaos
¡Que seremos delicaos!
Puerta abierta,
Puerta cerrada,
¡Alza la maza
y buena mazada!"

Y apenas llegaban a concluir la ultima frase del canto se formaba, al unísono, un estrepitoso martilleo sobre el suelo de la calle golpeando con fuerza con los mazos y palos que llevaban sobre la piedra más próxima para lograr así hacer más ruido (el firme era de tierra apisonada, salvo en los callejones que, por estar en considerable pendiente, estaban empedrados con cantos de río). El ruido lo armaban sólo los niños; las niñas miraban, cantaban y reían.

Cuentan algunos que, a modo de chanza, algunos vecinos aprovechaban la ocasión que les brindaba la “salpacia” para rellenar los baches de la calle con escombros. De modo que el persistente maceo de la chiquillería asentase los “aljezones, que hacían un suelo precioso”, evitando de esta guisa los molestos charcos de la época de lluvias, “por Abril, aguas mil”.

Entre tanto bullicio, el ama de casa entregaba a los monaguillos, a modo de estipendio -según los posibles que tuviera la casa- (ellos dicen “conforme a la voluntad que cada una tuviera”), un detalle de gratitud por la bendición recibida. Esta dádiva la sostenía en las manos o recogida en el delantal mientras se bendecía. Solía consistir en unas monedas de céntimo, dos reales o en algunos casos hasta una peseta -que se depositaban en la cubetilla del agua bendita, el “salpasset”-, o mas frecuentemente un par de huevos, un boniato, o una pequeña botellita de aceite (las menos)… en cuyo caso se depositaba en la cesta que llevaba el sacristanillo. Tras agradecer lo recibido y despedirse, la comitiva reanudaba la marcha a al siguiente domicilio abierto. Las chiquillas, una vez acabada la bendición de su casa, se incorporaban alegres al festivo tropel e iban cerrando el grupo.

Una vez terminado el recorrido el cura repartía los huevos entre monaguillos y chiquillería para su rosca de pascua. Y reservaba algunos para las familias mas necesitadas o donde había algún enfermo.

Nos dicen que éste rito dejó de practicarse en la primera mitad del la década de los 60. La causa la atribuyen los vecinos al notable descenso de la población por efecto de la emigración. Parece ser que el último sacerdote que la realizó fue Don Alberto Cerbellán, fue trasladado en 1962, fecha en la que definitivamente dejó de celebrarse el rito.

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