Las comidas de Pascua
Concluidos los solemnes ritos de la Semana Santa, llegaba la Pascua. En Gaibiel era tradicional realizar tres días de comidas festivas, en las que se reunían las cuadrillas de amigos. Se celebran desde el domingo de Gloria en la tarde-noche, hasta el miércoles de la octava, el día de “las sobras”. Así la mañanica de pascua daba paso al momento de dar buena cuenta de todo lo goloso que se había horneado los días previos al triduo para condimentar el gozo pascual.
Los niños se bajaban, su saquico en ristre, de merienda al río, a la fuente de la vall o del vicario y allí, con sus infantiles juegos echaban la tarde y se comían la rosca. Los jóvenes se juntan en una casa, elegida de común acuerdo entre los miembros de la cuadrilla. Allí cocinaban su conejo o su gallina y al anochecer, en la entrada de la casa, se ponían -en sillas haciendo corro- para tocar las guitarras, bandurrias y el acordeón si lo había. Alguna que otra serenata daban. Las mozas llevaban su cesta con las suculentas viandas, estrenaban delantal y, la que podía, hasta las alpargatas.
En la plaza, los tres primeros días de Pascua, por la tarde vueltos los hombres de las faenas y aseados, después de merendar en las casas de las cuadrillas, comenzaban a caldear el ambiente dando los guitarristas una ronda al pueblo cantando coplillas como esta:
“Caracol que se sube a la higuera,
caracol que se sube y se apega,
ay que si, ay que no
que si tu tienes novio jardín tengo yo”.
Acudían casi todos los vecinos a la plaza donde, mocedad y mayores, hacían baile suelto (la jotica aragonesa), dispuestos en un "rolde" de sillas las guitarras y bandurrias, los danzarines en medio y los mirones detrás.
Al caer la tarde se iban a cenar las casas en cuadrilla. Uno de esos tres días era costumbre guisar un conejo para comérselo la cuadrilla. Los chicos compraban uno o dos conejos granaicos que pagaban al peso.
Ponían dos troncos a los lados y en medio la menuda ye encima la sartén con el aceite para freír. Aunque con alguna variante la receta era esta ésta: Se troceaba el conejo y se salaba. Después se sofría en la sartén con la cebolla y el pimiento colorao troceado y acompañado de una punta de harina. En el mortero se hacía el suquico con perejil, sal, aceite y ajo. En el aceite sobrante se fría el molido con un poco de pimentón y un poco de agua. La salsa se juntaba con el conejo sofrito que, previamente, habían colocado en una cazuela; se le añadía una hoja de laurel y unas ramas de tomillo, dejándolo hervir una media hora.
Eran días de desapariciones sonadas, como el misterioso caso del conejo que después de cocinado acabó amagado. Aconteció que las mozas de una cuadrilla habían cogido una casa deshabitada para los días de pascua, guisaron su conejico y lo dejaron reposar con un suquico que aromaba la calle. Y tan contentas se bajaron al baile de la plaza para hacer ganicas de cenar. Avanzó la tarde, vino la noche, acabóse la danza, y entró el hambre…: “¡Ala, vamos pa la cena!”. El chasco de aquellas fue mayúsculo al volver con el gusanillo y no encontrar el conejillo. Hicieron registro general y revolvieron la casa pero nada. Hasta hubo quien anduvo por los bares mirando, entre los corrillos de jóvenes, qué comían por si el conejo corrió hasta allí. Pero nada de nada, la noche en blanco.
El caso se resolvió al día siguiente. Los mozos amigos les acecharon y al salirse ellas por la puerta, les entraron aquellos por el balcón, dieron con el guiso y les escondieron la cena envolviéndo la cazuela y disimulándola bajo la alfalfa con un peso encima para asegurarse que ningún animal la tocase.
Y es que, escaseaba la comida pero no así el buen humor ni las ganas de guasa. Así que esos días, "si no querias que te hicieran la pascua" –por la cuenta que traía- había que vigilar bien la conejera y no perder de vista las gallinicas: ¡Pula, pula…pa casa!
Los niños se bajaban, su saquico en ristre, de merienda al río, a la fuente de la vall o del vicario y allí, con sus infantiles juegos echaban la tarde y se comían la rosca. Los jóvenes se juntan en una casa, elegida de común acuerdo entre los miembros de la cuadrilla. Allí cocinaban su conejo o su gallina y al anochecer, en la entrada de la casa, se ponían -en sillas haciendo corro- para tocar las guitarras, bandurrias y el acordeón si lo había. Alguna que otra serenata daban. Las mozas llevaban su cesta con las suculentas viandas, estrenaban delantal y, la que podía, hasta las alpargatas.
En la plaza, los tres primeros días de Pascua, por la tarde vueltos los hombres de las faenas y aseados, después de merendar en las casas de las cuadrillas, comenzaban a caldear el ambiente dando los guitarristas una ronda al pueblo cantando coplillas como esta:
“Caracol que se sube a la higuera,
caracol que se sube y se apega,
ay que si, ay que no
que si tu tienes novio jardín tengo yo”.
Acudían casi todos los vecinos a la plaza donde, mocedad y mayores, hacían baile suelto (la jotica aragonesa), dispuestos en un "rolde" de sillas las guitarras y bandurrias, los danzarines en medio y los mirones detrás.
Al caer la tarde se iban a cenar las casas en cuadrilla. Uno de esos tres días era costumbre guisar un conejo para comérselo la cuadrilla. Los chicos compraban uno o dos conejos granaicos que pagaban al peso.
Ponían dos troncos a los lados y en medio la menuda ye encima la sartén con el aceite para freír. Aunque con alguna variante la receta era esta ésta: Se troceaba el conejo y se salaba. Después se sofría en la sartén con la cebolla y el pimiento colorao troceado y acompañado de una punta de harina. En el mortero se hacía el suquico con perejil, sal, aceite y ajo. En el aceite sobrante se fría el molido con un poco de pimentón y un poco de agua. La salsa se juntaba con el conejo sofrito que, previamente, habían colocado en una cazuela; se le añadía una hoja de laurel y unas ramas de tomillo, dejándolo hervir una media hora.
Eran días de desapariciones sonadas, como el misterioso caso del conejo que después de cocinado acabó amagado. Aconteció que las mozas de una cuadrilla habían cogido una casa deshabitada para los días de pascua, guisaron su conejico y lo dejaron reposar con un suquico que aromaba la calle. Y tan contentas se bajaron al baile de la plaza para hacer ganicas de cenar. Avanzó la tarde, vino la noche, acabóse la danza, y entró el hambre…: “¡Ala, vamos pa la cena!”. El chasco de aquellas fue mayúsculo al volver con el gusanillo y no encontrar el conejillo. Hicieron registro general y revolvieron la casa pero nada. Hasta hubo quien anduvo por los bares mirando, entre los corrillos de jóvenes, qué comían por si el conejo corrió hasta allí. Pero nada de nada, la noche en blanco.
El caso se resolvió al día siguiente. Los mozos amigos les acecharon y al salirse ellas por la puerta, les entraron aquellos por el balcón, dieron con el guiso y les escondieron la cena envolviéndo la cazuela y disimulándola bajo la alfalfa con un peso encima para asegurarse que ningún animal la tocase.
Y es que, escaseaba la comida pero no así el buen humor ni las ganas de guasa. Así que esos días, "si no querias que te hicieran la pascua" –por la cuenta que traía- había que vigilar bien la conejera y no perder de vista las gallinicas: ¡Pula, pula…pa casa!
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