¡Que han llegado los titiriteros!
Con el nombre de “Titiriteros” se calificaba vulgarmente a los actores de las rudimentarias compañías circenses (acróbatas, equilibristas, fonambulistas, magos, payasos... de poca monta), que recorrían nuestros pueblos y aldeas. No como actualmente, que se emplea este término sólo para designar a las personas que manejan títeres.
Los Titiriteros eran familias ambulantes, medio gitanos, formadas por padres e hijos, tíos y primos, abuelos… Gentes ingeniosas y desenfadadas que llevaban vida de bohemios. No vivían en ninguna parte y en ningún lugar permanecían más allá de un par de días o tres; siempre se les podía encontrar allá donde había fiestas. Andaban de pueblo en pueblo con sus grotescas actuaciones, sus danzas y cantes, sus monigotes y sus animales, tratando de entretener a la gente a cambio de unas perras con que saciar sus hambrunas.
- ¡Que han venido los titiriteros! Con éste grito se alborotaba la chiquillería y se pregonaba antiguamente, la llegada a Gaibiel de los comediantes. Aquellos recorrían en pasacalle el pueblo entero, haciendo música con una flauta y un tamboril, para advertir al vecindario de su presencia y despertar la curiosidad de asistir a la función nocturna. Su visita era celebrada porque rompía la monotonía de los días, para niños y mayores ofrecían un espectáculo ameno y divertido. Solían aparecer a finales de la primavera y durante el verano, buscando la bonaza del tiempo, porque sus espectáculos se realizaban de noche, en la plaza mayor y al aire libre.
Acampaban en la era o en la vera de la senda, alguna vez en el viejo hospital (el lugar destinado a ofrecer hospitalidad a quien la necesitase (domus ospitalis). Por lo tanto, no se entendía por hospital lo que entendemos hoy: "lugar donde se cura a los enfermos” –confusión extendida entre algunas personas del Gaibiel-. La función principal de éste local era la de acoger a los transeúntes, particularmente a los que no podían pagarse una cama en la posada. La planta baja era establo y la de arriba, un amplio salón con el llar, al que se accedía por una escalera exterior).
La actuación se hacía en la plaza mayor, después de cenar. Media hora antes de dar comienzo la función, pasaban nuevamente la flauta y el tamboril por las calles advirtiendo del inicio. Improvisaban su escenario en el espacio que ahora ocupa el ayuntamiento. Antes de llegar la luz eléctrica a Gaibiel (el año 1925), iluminaban la escena con hachones. Cada cual acudía con su propia silla de casa. Los espectadores se sentaban en filas paralelas, de espaldas a la verja de la plaza. Y, como no todos podían pagar por ver el espectáculo, algunas mujeres se ponían a mirar la función de pié en las esquinas de la plaza. Cuando llegaba el descanso, a la mitad de la función, aquellas, al ver pasar el plato para que los espectadores echasen la voluntad (que había, mucha y muy buena, pero no así tanto los dineros) todas las mironas desaparecían -como por arte de magia- hasta que comenzaba la segunda parte.
Las actuaciones eran números simplones (nos dicen los mayores que “hacían tonterías” pero que resultaban entretenidas). Unas veces conseguían arrancar la carcajada o el griterío general, otras despertar el asombro o la curiosidad, dejando boquiabierta a la concurrencia, otras emocionar y enternecer.
Nos cuentan que en los últimos años traían a Gaibiel, entre otros, el número de la bicicleta de verano (un equilibrista sobre una bici de una sola rueda), el de la muñeca de cristal (una niña preciosa, vestida de blanco, subida a un cajón que permanecía inmóvil, como si de una delicada estatua se tratase, hasta que otra -con una barita mágica- le hacía moverse despacio a sus ordenes); la mona “Maruja” que bailaba y hacía equilibrismo; también realizaban elementales juegos de malavares, prestidigitación y magia y adivinación.Cuentan que en una ocasión, bastó con que un titiritero, en plena función, le adivinase a una chica lo que había cenado esa noche: “arroz con costilla”; para que –inmediatamente- toda la chiquillería saliese en estampida corriendo por miedo a que les descubriese todos sus infantiles secretos en presencia de los mayorres. También cantaban y danzaban, realizaban números cómicos… Pero -me comenta algún mayor que: “Todo ello realizado toscamente, en basto, no como ahora que las cosas se hacen muy finas. ¡Vamos, como si Usted se pone a cantar ahora!”. – ¡Tomo nota! Por ahí veo como canto. Asi que me lo pensaré un par de veces antes de hacer Misa cantada.
Como siempre solían ser los mismos titiriteros los que pasaban por Gaibiel establecían relaciones de amistad con algunas familias. Y eran muy apreciados por las gentes; sobre todo por los niños que solían jugar junto con los del pueblo. Murió aquí uno de aquellos niños, hijo de los titiriteros, y lo enterraron en el cementerio cerca de la capilla. Todos los años le arreglan la sepultura para primero de noviembre y aún las mujeres le ponen flores al gitanillo.
Los titiriteros -con sus elementales trucos- amenizaban las veladas, rompían la monotonía de las horas y los días, ponían una nota de buen humor y su presencia hacía fiesta.
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