¡A cocer el pan!
Desde que lo introdujeran los celtíberos en el siglo III A.C., el pan ha constituido el alimento básico de cada hogar español hasta nuestros días.
En Gaibiel, como en todas las zonas rurales, se sembraba mucho trigo. El grano se molía tradicionalmente en el molino del rió pero después de la guerra solían llevarlo a la fábrica del Mocho en Jérica.
Como en toda población, los hogares gaibielanos se clasificaban en dos: los que amasaban pan y los que no podían amasarlo. Si no había tierras, no había grano; si no había grano, no había harina; si no había harina, no había pan, salvo –con suerte- el llamado "pan rojo", un pan más tosco, formado por harina y salvado. Algunas mujeres de familias necesitadas cocían también pan de moniato.
El pan, era el alimento básico en todo hogar. Tanto más deseado cuanto mayor era su carencia. ¡Con qué respeto lo bendecía el padre o la madre!: “Jesús y comamos”, antes de partirlo y repartirlo entre los hijos. ¡Con que devoción se besaba el pan caído de la mesa al recogerlo!
El pan no se tira, hermano,
Si se cae al suelo, se recoge,
se besa y se da en la mano...
El pedazo de pan cortado no se dejaba nunca sin acabar después de una comida y, si sobraba, nunca se tiraba a la basura.
Las mujeres comenzaban su elaboración en casa, pasando la harina por el “ceazo” (arriba quedaba el salvado… para gozo de las gallinas y abajo caía la harina para gozo de los humanos); después hacían la masa -un par de veces o tres a la semana- con harina, agua tibia y levadura y una cucharada de sal. Siempre que se “masaba” en la artesa, se separaba un poco de masa en una tinaja para “refrescar” el próximo “masijo”.
Dejaban la masa en una canasta, sobre las maseras, cubierta con los mandiles (un trozo de lana gruesa a rayas blancas y azules). Se liaba la “masá” en la masera y ¡a dormir un par de horas! Estas tareas se hacían de buena mañana, concluido ese quehacer, las mujeres -bien aseadas y con sus delantales impolutos- pertrechadas con los bártulos de “iñir” se encaminaban al horno: cargando el cesto con la masera repleta de masa; el calabazón -cogido al brazo- con la harina (era una lata con asa, decorada con finura), del que colgaba el marcador (ordinariamente, con las iniciales de la mujer para después de hornearlos poder así reconocer sus panes y evitar confusiones), la raidera, un cepillo y la pala. Tradicionalmente había tres hornos en la localidad: El del sindicato; el de la calle mayor y el del edificio de la posada. Naturalmente, como para todo lo comunitario, había cola para hornear y se pedía turno.
En el horno, sobre un tablero alargado se espolvoreaba un par de puñados de harina tomados del calabazón, se sacaba del cesto la masera triando de sus cuatro picos y se le da la vuelta poniendo sobre la harina el “masijo” (unos tres o cuatro kgs. aproximadamente) se trabaja la masa un tanto, y se pasaba a “hiñir”.
Con la raidera se cortaban, a ojo, las porciones y se le da forma en redondo, se le hacen tres cortes formando un triángulo y se deja reposar una hora “para que se hagan buenos” (dejarlos crecer).
Cuando han aumentado, se espolvorea un poco de harina del calabazón sobre la pala y se ponen sobre ella las hogazas para una vez marcados introducirlos dentro del horno.
Cuando se sacaban, se barrían para limpiarlos quitándoles las adherencias de harina suelta quemada. Se iban colocando las hogazas puestas de lado en la cesta y después se cubría con la masera para transportarlo a casa.
Antes de marchar “pollaban” al hornero (el pago de la tasa que se daba por el uso del horno) midiendo, a palmos, un pedazo de masa. Las mujeres que amasaban y que tenían alma delicada traían el pan del horno con discreción, tapado con un paño para no provocar a los hambrientos.
Aparte del pan se cocía también orilleta de pimiento “colorao”; u orilletas de maíz con la masa muy fina y crujiente. Pínganos en redondo, decorados con dibujos hechos con la raidera. Bollo con mollas…
En Gaibiel, como en todas las zonas rurales, se sembraba mucho trigo. El grano se molía tradicionalmente en el molino del rió pero después de la guerra solían llevarlo a la fábrica del Mocho en Jérica.
Como en toda población, los hogares gaibielanos se clasificaban en dos: los que amasaban pan y los que no podían amasarlo. Si no había tierras, no había grano; si no había grano, no había harina; si no había harina, no había pan, salvo –con suerte- el llamado "pan rojo", un pan más tosco, formado por harina y salvado. Algunas mujeres de familias necesitadas cocían también pan de moniato.
El pan, era el alimento básico en todo hogar. Tanto más deseado cuanto mayor era su carencia. ¡Con qué respeto lo bendecía el padre o la madre!: “Jesús y comamos”, antes de partirlo y repartirlo entre los hijos. ¡Con que devoción se besaba el pan caído de la mesa al recogerlo!
El pan no se tira, hermano,
Si se cae al suelo, se recoge,
se besa y se da en la mano...
El pedazo de pan cortado no se dejaba nunca sin acabar después de una comida y, si sobraba, nunca se tiraba a la basura.
Las mujeres comenzaban su elaboración en casa, pasando la harina por el “ceazo” (arriba quedaba el salvado… para gozo de las gallinas y abajo caía la harina para gozo de los humanos); después hacían la masa -un par de veces o tres a la semana- con harina, agua tibia y levadura y una cucharada de sal. Siempre que se “masaba” en la artesa, se separaba un poco de masa en una tinaja para “refrescar” el próximo “masijo”.
Dejaban la masa en una canasta, sobre las maseras, cubierta con los mandiles (un trozo de lana gruesa a rayas blancas y azules). Se liaba la “masá” en la masera y ¡a dormir un par de horas! Estas tareas se hacían de buena mañana, concluido ese quehacer, las mujeres -bien aseadas y con sus delantales impolutos- pertrechadas con los bártulos de “iñir” se encaminaban al horno: cargando el cesto con la masera repleta de masa; el calabazón -cogido al brazo- con la harina (era una lata con asa, decorada con finura), del que colgaba el marcador (ordinariamente, con las iniciales de la mujer para después de hornearlos poder así reconocer sus panes y evitar confusiones), la raidera, un cepillo y la pala. Tradicionalmente había tres hornos en la localidad: El del sindicato; el de la calle mayor y el del edificio de la posada. Naturalmente, como para todo lo comunitario, había cola para hornear y se pedía turno.
En el horno, sobre un tablero alargado se espolvoreaba un par de puñados de harina tomados del calabazón, se sacaba del cesto la masera triando de sus cuatro picos y se le da la vuelta poniendo sobre la harina el “masijo” (unos tres o cuatro kgs. aproximadamente) se trabaja la masa un tanto, y se pasaba a “hiñir”.
Con la raidera se cortaban, a ojo, las porciones y se le da forma en redondo, se le hacen tres cortes formando un triángulo y se deja reposar una hora “para que se hagan buenos” (dejarlos crecer).
Cuando han aumentado, se espolvorea un poco de harina del calabazón sobre la pala y se ponen sobre ella las hogazas para una vez marcados introducirlos dentro del horno.
Cuando se sacaban, se barrían para limpiarlos quitándoles las adherencias de harina suelta quemada. Se iban colocando las hogazas puestas de lado en la cesta y después se cubría con la masera para transportarlo a casa.
Antes de marchar “pollaban” al hornero (el pago de la tasa que se daba por el uso del horno) midiendo, a palmos, un pedazo de masa. Las mujeres que amasaban y que tenían alma delicada traían el pan del horno con discreción, tapado con un paño para no provocar a los hambrientos.
Aparte del pan se cocía también orilleta de pimiento “colorao”; u orilletas de maíz con la masa muy fina y crujiente. Pínganos en redondo, decorados con dibujos hechos con la raidera. Bollo con mollas…
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