A emblanquinar que llega el Corpus
Cuando se aproximaba el Corpus las mujeres gaibielanas se apresuraban a comprar los “turroces” de cal a algún vecino que se había traído una carretada de cal y preparar un perol de agua para ponerla a “amerar” una semana.
Con ropa vieja y un pañolón atado en la cabeza, con un pozal lleno de cal y un pincel de esparto y con el rabo largo (una caña generalmente) empezaba de buena mañana a dar brochazos a la fachada de la casa y a las paredes del corral
Esta faena no podía descuidarse porque las lluvias y el sol hacían que las paredes fueran, que iban engordando con los sucesivos repintes, se desconchasen y cayese al suelo. El roce, las salpicaduras del barro, los desconchones afeaban las fachadas y llegando el verano urgía darle un lavado de cara a la vivienda. Así que procedía emblanquinar la casa entera una vez al año y, de tanto en tanto, el “arrimadillo” y los “morricos” que eran los bajos de las paredes, las partes más expuestas a la suciedad y desconchones. Las fachadas quedaban relimpias y aseadas. De esta forma las mujeres contribuían a que el Jueves de Corpus fuera uno de los tres días del año que relucían más que el sol cuando pasaba el Santísimo.
Terminada la fachada otro tanto se hacía con el corral. ¡Menudo chasco se llevaban las gallinas que al ver al ama entrar con el pozal se arremolinaban a sus alrededor creyendo que traía a deshoras el salvao! no pudiendo dar brochazo hasta que conseguía espantarlas o echarlas a la calle. Esta costumbre de emblaquinar preparando el verano es de origen árabe.
Antiguamente, esta faena de emblanquinar se hacía en todas las casa gaibielanas a riesgo de dar que hablar a las vecindonas; salvo cuando había habido una defunción en la casa, que ese año no se emblanquinaba la fachada exterior como señal de duelo. Sin embargo si que se hacía la alcoba donde había estado el enfermo, emblanquinándose con varias capas para purificarla y las cosas que habían estado en contacto con el difunto se quemaban.
En la planta baja, en la bodega, de las casas siempre solía haber cal preparada en una jarra, semienterrada en un hoyo en tierra, cubierta la embocadura con una madera o una piedra. Cuando se asentaba por decantación la cal, al agua de la superficie se le daba muchos usos. Para limpiar las tripas de la matanza del cordero o el cerdo y embutir; para rebajándola mucho hacer un jarabe reconstituyente con azúcar. Para confitar las prunas…
Con mucha mayor frecuencia, al menos una vez por semana, las mujeres gaibielanas habían de “mascarar” el llar (es decir, repintar sus paredes ennegrecidas por el fuego). Se hacía con tolva, una tierra amarillenta, que recogía cerca de las cruces del calvario y que se diluía con agua en el culo de un botijo cascado o una jarra rota. En ese recipiente se conservaba para utilizarlo en sucesivos repintes del llar hasta consumirse y diluir una nueva porción. Esta rustica pintura no había de faltar nunca en cada hogar; ya que el fuego para cocinar se encendía todos los días del año; salvo cuando había que comerse los codos de hambre que para eso no era menester prender leña.
En la limpieza de las “chimineras” los hombres eran bastante más descuidados. Necesario era que se le prendiese fuego a un vecino para que se acordasen que había que sacudir la “chiminera” de cuando en cuando eliminando el hollín acumulado en el tiro que provocaba los incendios. Un incendio bastaba para que al día siguiente, las mujeres no diesen tregua a los hombres de casa y sin dejar pasar un día se aprestasen a la tarea. Con una aliaga grande y panojones, atados a mitad de una gran cuerda, dos hombres uno en el tejado y otro abajo realizaban un tira y afloja que rascaba el conducto de humos desprendiendo todo el hollín que podían. Y a olvidarse hasta que a otro se le incendiaba la casa.
Con ropa vieja y un pañolón atado en la cabeza, con un pozal lleno de cal y un pincel de esparto y con el rabo largo (una caña generalmente) empezaba de buena mañana a dar brochazos a la fachada de la casa y a las paredes del corral
Esta faena no podía descuidarse porque las lluvias y el sol hacían que las paredes fueran, que iban engordando con los sucesivos repintes, se desconchasen y cayese al suelo. El roce, las salpicaduras del barro, los desconchones afeaban las fachadas y llegando el verano urgía darle un lavado de cara a la vivienda. Así que procedía emblanquinar la casa entera una vez al año y, de tanto en tanto, el “arrimadillo” y los “morricos” que eran los bajos de las paredes, las partes más expuestas a la suciedad y desconchones. Las fachadas quedaban relimpias y aseadas. De esta forma las mujeres contribuían a que el Jueves de Corpus fuera uno de los tres días del año que relucían más que el sol cuando pasaba el Santísimo.
Terminada la fachada otro tanto se hacía con el corral. ¡Menudo chasco se llevaban las gallinas que al ver al ama entrar con el pozal se arremolinaban a sus alrededor creyendo que traía a deshoras el salvao! no pudiendo dar brochazo hasta que conseguía espantarlas o echarlas a la calle. Esta costumbre de emblaquinar preparando el verano es de origen árabe.
Antiguamente, esta faena de emblanquinar se hacía en todas las casa gaibielanas a riesgo de dar que hablar a las vecindonas; salvo cuando había habido una defunción en la casa, que ese año no se emblanquinaba la fachada exterior como señal de duelo. Sin embargo si que se hacía la alcoba donde había estado el enfermo, emblanquinándose con varias capas para purificarla y las cosas que habían estado en contacto con el difunto se quemaban.
En la planta baja, en la bodega, de las casas siempre solía haber cal preparada en una jarra, semienterrada en un hoyo en tierra, cubierta la embocadura con una madera o una piedra. Cuando se asentaba por decantación la cal, al agua de la superficie se le daba muchos usos. Para limpiar las tripas de la matanza del cordero o el cerdo y embutir; para rebajándola mucho hacer un jarabe reconstituyente con azúcar. Para confitar las prunas…
Con mucha mayor frecuencia, al menos una vez por semana, las mujeres gaibielanas habían de “mascarar” el llar (es decir, repintar sus paredes ennegrecidas por el fuego). Se hacía con tolva, una tierra amarillenta, que recogía cerca de las cruces del calvario y que se diluía con agua en el culo de un botijo cascado o una jarra rota. En ese recipiente se conservaba para utilizarlo en sucesivos repintes del llar hasta consumirse y diluir una nueva porción. Esta rustica pintura no había de faltar nunca en cada hogar; ya que el fuego para cocinar se encendía todos los días del año; salvo cuando había que comerse los codos de hambre que para eso no era menester prender leña.
En la limpieza de las “chimineras” los hombres eran bastante más descuidados. Necesario era que se le prendiese fuego a un vecino para que se acordasen que había que sacudir la “chiminera” de cuando en cuando eliminando el hollín acumulado en el tiro que provocaba los incendios. Un incendio bastaba para que al día siguiente, las mujeres no diesen tregua a los hombres de casa y sin dejar pasar un día se aprestasen a la tarea. Con una aliaga grande y panojones, atados a mitad de una gran cuerda, dos hombres uno en el tejado y otro abajo realizaban un tira y afloja que rascaba el conducto de humos desprendiendo todo el hollín que podían. Y a olvidarse hasta que a otro se le incendiaba la casa.
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