La jocosa noche de San Juan: de arrastres y trabas.

Desde la llegada de los primeros calores comenzaban en Gaibiel las noches de sentarse a la fresca, de sacar la sillita a la calle y reunirse con los vecinos para hablar y hablar sin atender al reloj del campanario. Ya podía martillear las horas que no había prisa.
Con el verano y las vacaciones escolares la -ya de por si habitual- gana de divertimento y juego de los niños se incrementaba. Y la tarde- noche de la víspera de la natividad del Bautista se hacía ya incontenible. Los mas de 30 niños de Gaibiel esa noche hacían estremecerse al pueblo con el tronar del arrastre de latas y esquilones.
Las calles, por un día, eran literalmente tomadas por la chiquillería. Desde días antes iban los críos recogiendo de acá y acullá, en casa propia y de los abuelos: las latas, perolas picadas, sartenes viejas... Una vez requisadas, las ensartaban pacientemente en una cuerda o con un alambre largo para poder arrastrarlas con mayor comodidad. El objetivo era, a poder ser, el hacer más ruido que los otros al correr atolondradamente con ellas en ristre, arrastrándolas por el suelo. Se tiraban un par de horas, corre que te corre, dando vueltas por el pueblo haciendo un ruido ensordecedor. En su ludico recorrido había quien se atropellaba, quien se las pisaba, quien se le enganchaban y daban tirones para soltarlas, dejándose en el camino mas de un resto de la ristra.
Las mujeres, sentadas a la fresca, al pasar el tropel de diablillos con su estrepitoso jolgorio -de gritos y sonidos metálicos- les llamaban la atención y se reían tapándose los oídos con las manos ante el ensordecedor trance. Ni que decir tiene que esa estruendosa noche a mas de un mayor le dba dolores de cabeza y la infancia dormía como angelitos.

Después de cenar, ya anochecido (la oscuridad era indispensable para la chanza), se hacían "las trabas". A los chiquillos que les quedaban fuerzas y ganas salían de nuevo a continuar con el arrastre. Antes, cuando no había luz en las calles (y cuando se puso el tendido, escogiendo aquellas esquinas mas oscuras), los más mocicos se ponían escondidos a ambos lados de la calle y pasaban -de parte a parte- por el suelo un cordel. Cuando el ruido anunciaba que se aproximaban las victimas en su atolondrado arrastre de latas y esquilones, tiraban a la vez de ambos extremos y levantaban la cuerda para provocar el traspiés o el enganche del ristre. Así lo que para unos era motivo de carcajada y chanza para la presa era motivo de lamentación y llantos. Los que caían difícilmente les quedaban más ganas de seguir el recorrido. Lo menos era un desollón en las rodillas y las manos, lo mas dejarse los piños en el suelo. Por ello, más recientemente el cordel se hacía de juncos trenzados que se rompían con lago más de facilidad.

Por otra parte, las mocicas esa noche mágica trataban de averiguar quien bebía los vientos por ellas. Para desvelar el secreto cogían cuatro o cinco capullos de clavel o clavellina y, en secreto, les ataban -a cada uno- un papelillo con el nombre de un chico escrito. El manojico debía de meterse con cuidado bajo la cama antes de dar las doce de la noche. A la mañana siguiente se despertaban ansiosas por sacar el platico y saber lo que les deparaba el destino. Aquel clavel que amanecía abierto contenía el nombre del chico que la quería. ¡Menudo dilema si amanecían abiertos varios! Y como no podía ser de otra forma, ¡Menudo chasco si no se abría ninguno! Si tras varios San Juanicos ningún clavel reventaba no quedaba más remedio que ir buscando entre los altares -mientras el cura decía Misa- un santico para vestir...
Otra antigua costumbre de esa noche era ir a lavarse la cara, a las doce en punto, en alguna de las fuentes del término para hacerse más guapa. Alguna había que por más manotadas de agua que se diese se embellecía ni tan siquiera un pocico ¡ni un milagro arreglaba el asunto!

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