Esto para Dios...

Vamos a referir una curiosa costumbre secular en nuestro horno de la que se ha perdido memoria. Era común que un par de mujeres, puestas de acuerdo entre si, se ajustasen con el propietario para quedarse la atención del horno. Ellas eran las encargadas de mantener encendido el horno a primeras horas de la mañana, de controlar la cocción, de la organización de turnos de uso a lo largo del día y de su limpieza.

El día de horno se aprovechaba para hacer patatas y cebollas azadas, bollos de higos, nueces, pasas, tomate, cazuela de patatas con bacalao, arroz al horno, boniatos, manzanas, pasteles etc., normalmente los días de horno no se cocinaba en casa.

Las vecinas que horneaban daban una parte de la masa para pagar el servicio. Extendida sobre una tabla la masa se computaban dos “jemes” (unidad rustica de medida determinada por la distancia existente entre el extremo del pulgar y el dedo índice, separando el uno del otro todo lo posible). Un jeme era para pagar la poya a las mujeres que usaban la pala y horneaban, el otro jeme se daba al propietario del horno. Con estos dos se “poyaba” (es decir, se saldaba el derecho que se pagaba por el uso del horno y el servicio de cocer el pan). El resto de la masa era para la casa que llevaba el “masijo” de ella salían los 10 o 12 panes que se consumían en cada casa hasta la próxima hornada. Los guardaban en tinajas de barro o en arcas de madera, tapándolos con mandiles.

Cuando se hacían las partes, además de la poya, era común cortar una pequeña porción (algo menos de la mitad de la palma de la mano) y se echaba en un cesto al tiempo que se decía: “dejo esto para Dios”. Se trataba de un gesto simbólico, a modo de donativo, que expresaba piedad y religiosidad del ama de casa. Las mujeres encargadas del horno iban acumulando aquellas pequeñas porciones y con su conjunto se horneaban los panes que se vendían después a los viudos/as del pueblo o a las personas que por cualquier circunstancia no “masaban”; también eran empleados estos panes para hacer alguna caridad. Al final de la semana, el beneficio de la venta de los panes “masados para Dios” se entregaba al Sr. Cura, a modo de contribución voluntaria de la feligresía para costear los gastos de culto y fabrica: la cera, incienso, ornamentos y lienzos sagrados, obleas o vino de Misa… Era obvio que no todos realizaban esta humilde aportación, había un pequeño grupo de mujeres que no lo hacían porque no podían y otras porque no querían saber nada con Dios (que de esto siempre hubo); pero la mayoría de gaibielanas expresaban -de éste modo sencillo y cotidiano- su finura espiritual. Gesto que prestaba, además, un significativo servicio a la comunidad posibilitando el pan a cuantos, por si mismos, no podían atender a esos menesteres.

Llegado el momento de introducir los panes en el horno, previamente marcados con sus iniciales, los depositaban sobre unas palas cortas a las que previamente se añadía una fina capa de harina, para que no se pegara la masa y se le entregaban a la hornera, para con una pala más larga los metiera dentro del horno. Y se marchaban hasta que un par de horas después regresaban a recoger sus panes.

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