¡Ya han venido los segadores...!


Transcurridas las seis u ocho semanas de dura faena de siega en las tierras bajas, en el sur de Navarra y Teruel… los segadores se aprestaban, como podían, a enviar recado al pueblo del día de su regreso. Algún viajero que iba de camino servía de recadero para decir: "que viene tal o cual cuadrilla" o remitían unas letras que el correo llevaba a su destino: "tenemos para tantas o cuantas jornadas por lo que regresaremos, regularmente, el día tal". Solían apalabrar con el dueño de los trigales la siega del año próximo e incluso comprometían el jornal que iban a recibir. Entre otros pagos a los que acudían los gaibielanos a segar, nos relatan los mayores las siguientes poblaciones: Alfambra, Pedregalejos, Pancrudo, Corbatín, Caminreal, Bañon, Navarrete, Barrachina, Godos, Nueros, Torrecilla, Portarubio, Torrelosnegos…).

Habían sido semanas de ardua tarea y muy monotona; todos los días la misma rutina: Antes de amanecer ya estaba cada uno en su puesto, con su sombrero de paja, la hoz en la mano y el atador con sus atillos al cinto. El cabecero adelantaba un paso y decía: "Que Dios nos libre de cortaduras" y todos se persignaban. Se ponía a la cabeza del grupo abriendo la besana. Desde ese momento no se veian las cabezas, todos iban avanzando poco a poco. Las cuadrillas las formaban unos siete hombres segando y un atador. Pese a lo duro de la faena alguno aún tenía fuerza para cantar alguna jota o coplilla que animara a los demás y así llegaban a la linde. No se mediaba palabra si no era imprescindible y llegados al final vuelta a comenzar segando otro lomo y así sucesivamente.

De tarde en tarde, alguno de los hombres le gritaba al atador: ¡traenos el botijo! y al llegar a la otra linde lo tomaban y echaban un buen trago de agua o un tiento a la bota de vino; pero ligeros, porque incluso cuando tenían que orinar, si tardaba en hacerlo su lomo se atrasaba y había de llegar a la punta con los demás. A la puesta del sol, habían segado ya muchas fanegas y entonces mandaban al atador al pueblo para que trajera lo que les hiciera falta.

Durante la siega se pasaban muchas fatigas, calor y sudor, cansancio, maldormir en un camastro y sobre todo un trabajo era extenuante, pero era el modo de ganar un dinero con el que poder pagar las muchas trampas que se habían ido acumulando durante los meses anteriores, ya en el horno o las tiendas de ultramarinos, Antes de haber ganado aquelllos jornales ya se habían gastado.

El día anunciado para el regreso era una jornada festiva, cargada de emoción: esposas y madres, novias, hijos subían presurosos a la balsa de los segadores -en la parte alta del pueblo- para recibirlos llenos de júbilo. - ¡Que ya vuelven los segadores! Echaban “bolas”, petardos, para anunciar su proximidad. Venían cantando y traían el zurrón repleto de regalicos para los de casa, junto a su zoqueta y sus hoz, chucherías para los niños como los famosos “Adoquines” (bloques de caramelo grandes), o los roñosos rojos (garrapiñadas), y unos vistosos pañuelos de la Pilarica que hacían las delicias de las novias y las madres. Pero, sobre todo, traían unas “perricas” que aliviaban la necesidad de la casa, con las que saldaban deudas.

¡Con que ganas se abrazaban, con que emoción se besaban, con que cariño bajaban a sus casas! Particularmente emotivo fue el año que el caballo blanco del tio Violin (que había muerto durante la siega en aquellas lejanas tierras) apareció por la cuesta sin su jinete; o el año que no volvió el joven al que fulminó un rayo en plena faena. Dramas cotidioanos de una vida hecha a penalidades.

Ese día Gaibiel el que más se alegraba era el tendero... Y cantaban aquellos versicos, de los que se hacia copla, que dicen así:

“Ya vienen los segadores
de segar de la Casstilla
con la camisa esgarrada
y el dolor en las costillas”.
El día siguiente, toda la cuadrilla -con sus mujeres e hijos- se bajaban a guisar una gran paella en la fuente del vicario para celebrar el fin de la siega, el feliz regreso al pueblo y el reencuentro con los suyos.

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